Entre Caminar y Caer

Cuando dejamos de evitar lo que nos incomoda y permitimos que ello tenga lugar en nuestra vida, comienza a activarse un proceso de reorganización profunda en todo nuestro ser. Para cambiar algo, antes es necesario vivenciar las fuerzas que operan en la estructura actual e incluirlas en el mapeo personal, como parte del misterio que conforma nuestros hábitos y patrones de movilidad. Si, por ejemplo, al aprender a caminar evitamos caer, no solo se anula la posibilidad de caer de una manera funcional, sino que también se restringe la actividad del caminar en sí misma, porque nos bloqueamos muscularmente para evitar la caída. Es decir que si para hacer algo evitamos el acto de aprender a hacerlo, estaremos pretendiendo el logro de la actividad sin realizar un proceso. Cuando se aprende a caminar mediante un proceso, la caída resulta tan inevitable como necesaria para comprender físicamente la gravedad, la forma de nuestro cuerpo, la movilidad de sus partes, el tono necesario para realizar la acción, el equilibrio-desequilibrio dinámico que implica el movimiento de un ser vivo. Pero especialmente se comprende que el aprendizaje (el cambio de patrones o el pasaje de un estadio de experiencia a otro) no puede acontecer desde el control voluntario únicamente, sino en la franja de actividad que ocurre entre lo que se quiere hacer y lo que pasa cuando ello no sucede: entre caminar y caer. A esa franja me refiero cuando hablo de proceso y la llamo “fase sin nombre”; es ahí donde la persona desarrolla los ajustes necesarios para comprender de qué se trata caminar y cómo hacerlo.

Entre lo que se busca y lo que ocurre, nuestro ser se amplía ya que puede acceder a la experiencia de conocimiento que excede la idea preconcebida. Este conocimiento sólo surge como proceso inconsciente o en el descontrol porque se ubica entre las dos posiciones definidas: el motor de esa búsqueda (el deseo de caminar) y la acción lograda o el objetivo del proceso (caminar). El rango de alcance de la conciencia es lo conocido y aprender implica ir a lo desconocido. Pero no se puede ir a lo desconocido definiendo de antemano cómo será la acción que se desea realizar. Sólo dando lugar a los procesos inconscientes es que podemos cambiar y aprender. Éstos ocurren al permitir que ocurra el “error”, la “falla” —el descontrol— en lo que se hace; permitiéndonos caer como estrategia de todo proceso. 

Las exploraciones del mapa del cuerpo tratan de permitirnos estar en esas regiones de caída, en esas actividades que evitamos cada vez o que sólo queremos cambiar, como si, de algún modo, no fuesen parte nuestra. Esta práctica trata de la entrega total a lo que hay —y no sólo a lo que creo que hay o quiero que haya— para librarnos del control y darle lugar a lo que no sabemos de nosotrxs mismxs. Ésto desencadena procesos que permiten incluir, modificar o potenciar lo que ocurre, según la necesidad interna y lo que el entorno ofrece.

Para hacer viable el proceso es necesario corrernos de las lógicas de producción-consumo. Dejar de asociar el aprendizaje con la formación (de empleadxs, profesionales, trabajadorxs) en un camino que impulsa a adquirir cada vez más fórmulas y títulos, que a su vez prometen una mejor posición al reafirmar el ser/saber/hacer. Considero que aprender trata más bien de percibir lo inabarcable de cualquier ley, concepto, saber y adentrarse en cada instancia como una fase efímera del proceso de estar vivos. El abismo de la experiencia que percibimos en la fase sin nombre es el momento más vital del aprendizaje, donde nos hallamos en la pura potencialidad, en la actividad previa a la definición. Con esto, estoy proponiendo que la vitalidad máxima de un proceso de aprendizaje se halla por fuera del sistema sociocultural actual, en una apertura o desvío de la potencia humana.

La práctica de mapa del cuerpo propone una experiencia de permanencia como estrategia de amplificación y desborde. Así, antes de provocar un cambio, preguntarnos qué hay aquí, qué nos conmueve, qué es vital. Un proceso de aprendizaje necesita reflexionar sobre nuestros conceptos acerca de lo que hacemos y somos, más que en lugar de sólo adquirir conocimiento o buscar el cambio. En nuestro implícito construir realidad con cada acto, un ejercicio es una posibilidad de sostener la estructura de pensamiento vigente en lo que se hace o, también, de crear nuevas vías de actividad. Los cambios que surjan de este proceso deben emerger de la pregunta inédita que implica la singularidad de cada ser humanx. Sólo entonces, en la expansión de la experiencia derramada, dedicarnos a bucear en las otras posibilidades.

Esta práctica nace en la necesidad de revisar los objetivos vigentes en las actividades que hacemos y de preguntarme acerca del motor de un cambio. Observé que, muchas veces, las personas estaban buscando cambios en sus cuerpos o movilidades basados en referentes externos, sin preguntarse en qué les aportaba esa innovación. Por ello, sentí la necesidad de amplificar la construcción actual, demorar cualquier variación y así otorgar el tiempo para experimentar qué nos interesa y qué no. De esa permanencia emerge sin buscarlo, la capacidad de cuestionar nuestros gustos, intereses, estéticas y construcciones. No doy por sentado que sabemos demasiado acerca de esto; por un lado, el condicionamiento heredado nos marca desde que nacemos y, por otro, es algo que se sigue construyendo mientras andamos. Por ello, considero necesario explorar nuestro hacer como una práctica en sí misma, una posibilidad de no definirnos, de andar en las preguntas y así dar lugar a que las personas encuentren referentes propios en sus procesos. Nuestra diferencia inevitablemente tensiona lo establecido, no para negarlo pero sí para encontrar lo que de allí se excede: la experiencia única que cada ser puede entregar a lo común. Una experiencia que mira, piensa, se mueve, goza, atiende, de un modo único. Tal vez por esto, la práctica nos recuerda que a veces lo más difícil no es adquirir conocimientos sino percibirnos tal cual somos y más allá de las definiciones conocidas. Quizás la complejidad radique en que nuestra propia subjetividad marca cómo vemos; experimentamos la vida desde esta realidad irrepetible que hoy somos, donde las singularidades que conforman nuestros tejidos determinan nuestra percepción de base o “cero”. La tensión de la mordida se vuelve tan natural que, en general, no percibimos esta actividad, sólo su síntoma con dolores en las cervicales o en la cabeza. El ejercicio mapa del cuerpo pretende amplificar el proceso que ocurre entre lo que hacemos y su repercusión. Entre caminar y caer. Y, desde el abismo de la región sin nombre, elegir el paso a seguir.