Biología, clásico y misterio

La evolución orgánica se parece a la evolución de una conciencia, en la que el pasado ejerce presión sobre el presente y origina el ciclo de una nueva forma de conciencia, inconmensurable en relación con sus predecesoras. – Henri Bergson 
La herencia es una forma de memoria orgánica inconsciente.  – Samuel Butler

Muchas personas se han lesionado o enfrentado con dificultades al practicar danza clásica y se considera que la causa está en lo antinatural del lenguaje de movimiento. Tal vez sea necesario diferenciar lo natural de lo heredado, ya que la adaptación y evolución también son naturales. Creo que el problema no ha sido tanto del lenguaje de este estilo de danza, como de la falta de un conocimiento que le permita al cuerpo desarrollar las habilidades para realizar una actividad no habitual. La naturaleza biológica es una fuerza vital que preserva la existencia de cada individuo y la de su especie, un impulso de supervivencia que sucede mediante dos fuerzas opuestas: el aprendizaje heredado y la adaptación al cambio. Memoria e innovación. La fuerza de la herencia se plasma mediante hábitos que transfieren al presente el aprendizaje de lo ocurrido en el pasado. Esto ocurre a través de un mecanismo que opera de modo inconsciente: la memoria. “Los organismos vivos parecen tener en su interior algún tipo de memoria. Los embriones se desarrollan según modelos que repiten el desarrollo de sus antepasados. Los animales tienen instintos que parecen encerrar experiencias ancestrales. Y todos los animales pueden aprender; elaborar hábitos propios.”2 Rupert Sheldrake en su libro La presencia del pasado, se pregunta acerca del mecanismo de la herencia: “¿Son las leyes de la naturaleza realmente inmutables o cambian? ¿No serán las leyes de la naturaleza hábitos de la naturaleza que han crecido con la propia naturaleza? ¿No existirá alguna clase de memoria en el mundo natural?”3 En su libro, el autor explora la posibilidad de que los hábitos sean inherentes a la naturaleza de todos los

2Rupert Sheldrake, La presencia del pasado. Barcelona, Editorial Kairós, 1990.

3Ibid.

organismos vivos, de los cristales, las moléculas, los átomos y todo en el universo. Propone que la regularidad que se observa en la naturaleza, el modo en que los animales se desarrollan, piensan, en su instinto, en el crecimiento de las plantas, la formación de cristales y, en definitiva, todas las características del mundo natural son realmente hábitos, costumbres, en vez de acontecimientos gobernados por leyes inmutables. “Los hábitos se desarrollan con el paso del tiempo; dependen de lo que ha sucedido anteriormente y de la frecuencia con que sucede. No vienen dados con antelación por leyes eternas independientes de lo que sucede, e independientes incluso de la existencia del universo. Los hábitos se desarrollan en la naturaleza; no son impuestos en un mundo hecho.”4

En cada célula y en la estructura de nuestro cuerpo, está activo el recorrido de la vida que nos ha dado la forma y los hábitos que tenemos como humanxs. El pasado se cruza con el presente en cada aprendizaje, en cada reacción química y emocional que nos ocurre. Las mismas fuerzas que originaron la vida en nuestro planeta están activas en nosotrxs y continúan creando a cada instante. Así, lo que fue una hazaña en un determinado momento, como el acto de encender el fuego, erguirse, aprender un lenguaje o haber creado la rueda, hoy forma parte de nuestra vida cotidiana. De este modo, la herencia o lo aprendido en el pasado resguarda nuestra supervivencia mediante el deseo de lo conocido, de aquello que nos brinda confort, familiaridad y previsibilidad. Con estas premisas, no pasaremos hambre, frío, soledad y lograremos cubrir las necesidades básicas que tenemos como especie. La herencia es una fuerza que condiciona la experiencia presente ya que nos conduce a un estado de anticipación de los sucesos, para intentar prevenirnos del peligro de lo desconocido. Nos lleva por el surco que nuestros pasos o los de nuestrxs ancestrxs han marcado de tanto andarlo. Ese camino conforma la estructura material de un hábito, un reflejo, una red neuronal, la forma de mirar un cuerpo. Ello proporciona grandes beneficios como evitar caer continuamente en el mismo error y que no tengamos que pensar en cada cosa que hacemos como si fuese la primera vez; y, en parte, es gracias a esto que podemos dedicarnos a otras cosas. Pero si esta fuera la única fuerza que actuara en nosotrxs, no podríamos aprender, adaptar nuestro cuerpo y el campo de la realidad a lo nuevo que surge. La herencia es un mecanismo de transmisión de

4Ibid.

información de una generación a otra sobre lo aprendido para manifestar la vida en un tiempo y espacio determinado. Por esto, ciertos patrones van mutando con el tiempo así como otros se conservan. El saber que viaja en nuestros hábitos se ha construido en un momento determinado de nuestro recorrido individual o como especie, en función de las necesidades del contexto interno y externo. Es probable que estas sean las variables que determinan la vigencia de un hábito: mientras no sienta fricciones y su actividad siga siendo necesaria, tenderá a permanecer. Pero si las condiciones se modifican lo suficiente, desde el entorno —o el interior— se ejercerá la presión necesaria para que el patrón de información que es un hábito tenga que mutar. Lo nuevo brota del mundo vivo siempre en movimiento, pero también nace de la repetición, ya que hacer dos, tres o cien veces “lo mismo” produce un efecto muy distinto, a veces inimaginable. Así, en la médula de nuestra naturaleza de conservación a través del hábito, ya está imbricada la fuerza del cambio. 

El desarrollo humano ha sido posible gracias a la tensión básica entre el saber heredado (que preserva y, para ello, necesita conocer y conservar los sucesos en forma de hábitos) y el impulso hacia lo nuevo y, por ende, desconocido; es decir, el impulso hacia el misterio. Es importante comprender que el ser humano vive en esa doble tensión: una fuerza que lo “tensa hacia atrás”, a lo conocido donde se hallan los patrones que forman la estructura actual de nuestro cuerpo y nuestra vida; y otra fuerza que lo “tensa hacia adelante”, hacia lo que aún no existe y, por ello, es pura posibilidad. Como seres vivos no podemos evitar sentir dentro nuestro el pulso de esta doble fuerza: la naturaleza biológica que protege nuestra vida actual, que percibe como amenazadora la posibilidad de cambio y novedad; y la otra naturaleza que percibe el cambio constante, y sabe que si deja de adaptarse a lo que emerge tampoco podrá sobrevivir. Esa fuerza nos arroja al misterio que hay dentro de cada unx y que habita en la médula del mundo; nos empuja a lo inconmensurable y desconocido que en definitiva somos. 

Más allá de lo que prevalezca en cada época y cultura, ambas fuerzas nos han conducido al momento actual. Esta es nuestra naturaleza como humanxs. El impulso a lo nuevo ha sido la causa de todas las adaptaciones, mutaciones y emergencias que como seres vivos transitamos en nuestro planeta. Y, por otro lado, la memoria de la vida que da forma a la estructura de cada célula del cuerpo y a nuestra vida actual. Por ello, cada vez que trabajamos sobre nuestros hábitos o sobre la organización actual de nuestros tejidos físicos, estamos movilizando las fuerzas ancestrales que crearon esa estructura. Pero la mayoría de las veces, el impulso de misterio que nos habita nos empuja a paisajes para los que la biología corporal aún no está preparada. Cada gesto hacia el misterio extrema la doble tensión que mora en nosotrxs: ¿cómo producir un cambio o acceder a una nueva posibilidad sin negar la sabiduría de milenios que construye nuestra estructura corporal y nuestro mundo? Cambiar un hábito arraigado a veces se asemeja al intento de anular la gravedad o desacelerar el tiempo. Cada novedad desafía las creencias que construyeron nuestra realidad, algo como una herida, un rasguño en la textura del presente. Y aun así, esa es la historia de nuestro recorrido como humanidad: con cada innovación una ley se quiebra y la vida se renueva. 

El pulso al misterio bombea desde nuestro centro como la sangre misma, y en su impulso de extrañeza nos arroja cada vez a lo imposible. Y es posible, entonces, que algunas de nuestras elecciones no sean compatibles con la biología actual del cuerpo. Creo que este es el caso de la danza clásica, donde las habilidades físicas que requiere su práctica no son habituales para lxs seres humanxs. Implica un desafío a los saberes que hemos tenido sobre las posibilidades del cuerpo y requiere, como consecuencia, una adaptación de nuestros hábitos. El invento humano de la danza clásica trae consigo el pedido de amplia rotación externa de las piernas, de disponer el eje del cuerpo hasta la punta de los pies literalmente, y con estos condicionamientos, se tiene que saltar, girar, hacer pausas, bailar a velocidades altísimas o muy lentas, tener precisión y fluidez, flexibilidad para estar en posiciones de amplia extensión sostenidas en el aire, en el piso y en saltos. Pero no creo que la extraña naturaleza de esta danza sea el problema que produce las lesiones e imposibilidades, sino que hayamos olvidado que para acceder a un nuevo territorio humano y permitir la emergencia de lo inesperado, necesitamos hacer adaptaciones respecto de cómo hemos utilizado nuestro potencial hasta ahora. Precisaremos innovar y desarrollar otros modos de estar-hacer para acceder a la propuesta extraña. 

En realidad, creo que cada nuevo territorio que va habitando el ser humano, de una u otra forma se desarrolla poniendo en tensión la robustez que lo preserva, ya que requiere una adaptación de sus habilidades presentes (provenientes de lo que ha hecho en el pasado) para acceder al cuerpo, la emoción, el pensamiento que le implica la nueva actividad, creencia, pensamiento, tecnología, etc. Hay muchas técnicas de danza o del deporte que son una pregunta por el potencial humano, incluso mucho más extrema que la de la danza clásica, y por ello requieren de un nuevo conocimiento para poblar esa evolución. Quizás la dificultad radique en que, con frecuencia, se pretende habilitar un nuevo potencial del cuerpo sin respetar su naturaleza biológica, es decir, hereditaria. La doble naturaleza que nos habita siempre sucede de modo dialéctico. Para activar una fuerza hay que tensar la otra. Desarrollar el aspecto misterioso que tiene un ser humano, abriendo paso a la emergencia de lo inesperado, requiere ponerse en diálogo con todo lo que hemos aprendido hasta ahora y está plasmado en nuestra estructura actual. Cuanto más extraño es el invento, mayor es el requerimiento de adaptación para el cuerpo; así, cuanto mayor es la exigencia física de una actividad, mejor necesitamos utilizar su potencial biológico. Las lesiones, por ejemplo, revelan una relación poco amalgamada entre el potencial misterioso y la potencia heredada. Así como lo nuevo siempre acontece dentro nuestro o desde el entorno, y con ello nos genera nuevas ideas, deseos, sueños, aperturas, no podemos ignorar nuestro cuerpo biológico, material, donde habita la herencia de toda la humanidad. En el cuerpo pulsa tan fuerte la memoria ancestral como el arrojo al misterio. En cada cambio no bastará solo desear o visionar nuevas posibilidades, sino que habrá que hacer confluir todo ello con nuestra realidad material y marcada por lo que hemos hecho antes. Sabemos que no podremos movernos en nuevos paradigmas solo con pautas y conocimientos que preserven el pasado, pero tampoco podremos movernos en nuevas posibilidades sin considerar la naturaleza biológica plasmada en la estructura de nuestro cuerpo. Necesitaremos desarrollar nuevas habilidades para estar en este presente y desde aquí dejarnos extrañar (evolucionar). 

Siempre hay huella en el cuerpo: de la historia de la vida, de nuestros ancestros y de lo que hemos sido hasta el día de hoy. Cada vez que un hábito se instala, pasa a ser información inconsciente que se vuelve parte de la estructura que nos conforma, dando habilidades y condicionamientos específicos. No hay hábitos buenos o malos; los hábitos son información que se plasma en nuestra vida, y ello requiere un hondo registro para contemplar cómo se relaciona la información adquirida con el contexto actual. Podemos encontrar la potencia de la organización actual o modificar algo de su trama, si las huellas del pasado que dan forma a nuestros hábitos nos impiden habitar el paisaje actual (un entorno, actividad, relación, etc.). Como les ocurrió a muchos de mis estudiantes, cuando decidí dedicarme a bailar me encontré con obstáculos: la relación entre la forma de mi cuerpo y el lenguaje de la danza clásica producía lesiones, ansiedades, imposibilidades técnicas y expresivas que me frenaban una y otra vez. El límite que proponía esta danza, al estar más alejada del movimiento orgánico o conocido históricamente para el cuerpo, me condujo a extremar la necesidad de conocer su naturaleza. Una serie de lesiones y dificultades de movimiento me permitieron investigar no solo el cuerpo humano y el lenguaje de la danza clásica, sino también la tensión entre estos territorios. El límite era tan claro que me propuso dilatar la tensión entre ambas fuerzas. Ensanchar el diálogo entre lo aprendido y el misterio me condujo a encontrar un modo particular de comprender mi hacer; una voluntad que respetaba mi biología actual y, a su vez, dejaba abierta la posibilidad para el cambio. 

Justamente en el requerimiento de un cuerpo imposible, como el invento que la danza clásica era para mí, pude descubrir algo de la naturaleza del cuerpo, que hasta entonces se me escapaba. Su cualidad entramada, vincular, íntegra en sus diversas partes, curva, dual, trinitaria, espiral, toroidal, múltiple, permanente gracias a su impermanencia, etc. Una naturaleza que no había escuchado ni había podido pensar antes. A través de la exploración de las líneas de flujo que conectan el cuerpo de un modo armonioso, en circuitos espirales inmersos en una dinámica toroidal, la práctica nos devela el pensamiento de red. Fue revelador encontrar que gracias a extremar la tensión entre lo habitual y lo extraño, entre la permanencia y el cambio, surgieran posibilidades en el cuerpo que van más allá de sus capacidades aprendidas y, al mismo tiempo, las respeta; que apareciera una nueva mirada respecto del cuerpo y mis modos de hacer. Un inesperado pensamiento para hacer algo nuevo. 

A lo largo de los años, he observado mucho este proceso en varias personas con posturas muy diferentes al arquetipo físico buscado para el ballet. Ellas desplegaron su potencial para danzar y también sanaron las lesiones que se generaban en este lenguaje, debido al carácter no habitual de sus movimientos. Con el tiempo, también fueron llegando a las prácticas personas lesionadas por hacer danza contemporánea, yoga, artes marciales, música, deporte. Es decir, personas que se encontraron con dificultades al realizar actividades aún más biológicas que la danza clásica. A través de la aplicación de las pautas espirales, de red y demás que presento en mi libro, pudieron sanar y mejorar la técnica de su actividad específica. En todos estos casos casos, fuimos encontrando un modo posible para acceder al potencial y estar en armonía con las actividades elegidas por ellxs, aun cuando los requerimientos técnicos de un lenguaje o de una búsqueda en particular no estuvieran facilitados para la posibilidad actual de sus cuerpos. La técnica siempre tiene que ver con habilitarse, más que con dar una información determinada. 

Me resulta además interesante la paradoja que brota de estas reflexiones, en las que propongo la danza clásica como una posibilidad misteriosa y evolutiva para el cuerpo, cuando, en la formación actual en la danza, se la considera como lo heredado, lo viejo y, por ello, se aborda el cuerpo con técnicas más biológicas. Creo que mayormente de esto trata esta reflexión, de observar que tal vez no sea más novedoso dedicarnos a actividades más orgánicas, sino, en cambio, desarrollar en cada persona la habilidad de habitar su pulso hacia el misterio. Me importa entonces repensar la danza clásica, y no solo volcar la investigación de movimiento a las técnicas de danza contemporánea, como si el problema únicamente fuera de lenguaje, de estética. Creo que necesitamos cuestionar de manera más profunda cómo pensamos el cuerpo, por qué hay lesiones y las diversas dificultades en fisicalidades supuestamente no aptas para la danza. No creo que se trate de hacer o no danza clásica, sino de cómo nos relacionamos con el potencial del cuerpo, ya que utilizar en verdad el potencial humano es enfrentarnos a sus límites biológicos. 

¿Cuál es el límite de un cuerpo? ¿Cuál es la potencia de cada límite?

¿Qué es lo natural? ¿Qué es lo orgánico? 

¿Dónde se ubica la noción de aprendizaje, cambio o comodidad? 

¿Por qué cuesta cambiar? ¿Es necesario cambiar? 

¿Qué es lo inevitable en el proceso de estar vivos? 

¿Cómo se facilita el proceso de cambio de hábitos de hacer, de pensar y de sentir?

¿Qué es una experiencia?

Tal vez no sepamos hoy cuál es el límite de nuestro potencial, pero sí podamos expandir las posibilidades que nos ofrecen nuestras limitaciones presentes. Una lesión, un cuerpo que no es armónico respecto de las necesidades de la actividad que se elige o cualquier motivo que invite a desplegar la potencia de nuestra danza, es una posibilidad para dilatar la tensión básica que nos constituye como humanxs. Algunos métodos proponen resguardar la naturaleza biológica del cuerpo, evitando intervenirla, y me pregunto si es necesario y, más aún, si es posible dejar de hacerlo. No somos seres únicamente biológicos desde que encendimos el fuego y nos preguntamos por las estrellas. De modo estricto, nada de lo que hacemos lo es. Ni tocar el violín, ni leer, ni danzar, ni la ciudad, ni el estudio. Tal vez precisemos profundizar la pregunta acerca del aspecto biológico del ser humano. En estos años de práctica, me ha sido necesario contemplar en el humanx las fuerzas que preservan su vida material y de especie, con toda su sabiduría ancestral, tanto como aquello que sueña, piensa, crea, pregunta, siente, imagina, necesita, propone y no sabe. Hay métodos que procuran no intervenir la respiración o evitar movimientos en rotación externa, para no alterar las funciones biológicas; pero, ¿no es acaso la naturaleza humana también su necesidad y capacidad de autoorganizarse, es decir, de participar en la construcción de lo que se es? ¿No es eso lo que nos permitió evolucionar y alcanzar saberes acerca de nosotrxs mismxs, nuestros orígenes cósmicos y reconocer el potencial biológico presente en la maravillosa vida del cuerpo y en la naturaleza? Durante mucho tiempo, las prácticas corporales estuvieron intervenidas por informaciones externas sin que se respetara la biología del cuerpo. Por esta razón, fue necesario que construyéramos pensamientos que revaloricen el saber y la naturaleza del cuerpo. Pero ¿negar la potencia del aspecto misterioso, curioso y la emergencia de lo inesperado no será tan poco saludable como haber ignorado su potencial biológico? La práctica me conduce a preguntarme, cada vez, de qué trata ser humanx. Definir qué es su biología y negar su participación tal vez sea rechazar algo vital de su naturaleza. Tal vez sea la imposibilidad de definición lo que más humanx lo vuelve. La implicancia de esta reflexión se extiende directamente a la práctica, ya que si solo preparamos, entrenamos, concebimos el cuerpo desde su salud biológica: ¿cómo podremos estar en regiones no sabidas de la experiencia, en espacios misteriosos, en tiempos inesperados?, ¿cómo podremos estar horas y horas danzando en las puntas de los pies o invertidos?, ¿cómo podremos estar horas y horas en quietud, o tocando un instrumento, o escribiendo, o cantando?

No hay arte, deporte, ni actividad humana actual que respete los requerimientos saludables del cuerpo, desde un punto de vista biológico. Por ello, creo que necesitamos incluir su naturaleza de misterio en los entrenamientos. Una práctica que respete la tensión básica humana de ser este cuerpo biológico junto con su naturaleza de pregunta, grito y silencio. Una práctica que deje una apertura al potencial, a la posibilidad de volver a encender su fuego y evolucionar en el misterio.

La voluntad de ser lo inédito que brota

Entrenar no es un acto ingenuo, es la oportunidad de revisar el modo en el que nos construimos con cada acto. Elegir sostener la pauta actual, vigente en las acciones del pasado que surgen como hábitos, o crear nuevos. La dificultad radica en que lo que siempre hacemos es lo menos evidente para cada unx. No somos observadores objetivos de la experiencia, lo que vivimos deja una huella sensible que crea una estructura material, emocional y mental. Luego de un tiempo de realizar un gesto se nos volverá invisible, porque generará el tejido muscular y de percepción que habremos asociado a nuestra identidad. El gesto de inhalar más que exhalar, de mover más un sector de la columna que otro, de bloquear la articulación fémur-cadera cuando nos ponemos nerviosxs, así como cada gesto singular, se vuelve una construcción de identidad. Llega un momento en que desaparece nuestra capacidad de sentir los gestos que más hacemos. De este modo, los conocimientos culturales, las normas sociales, los saberes de las actividades que realizamos y nuestras reacciones emocionales a todo ello quedan impresas en nuestro hacer de un modo inconsciente. Creo que necesitamos observar nuestros modos de hacer para descubrir el gesto que crea la realidad que vivimos. Dejar de pensarnos como una definición y comenzar a sentirnos como un proceso.

¿Qué proceso estamos construyendo con nuestro hacer?

¿Qué nos mueve?

¿Qué hacemos cuando hacemos?

Otro motivo que invisibiliza nuestro hacer es dar como verdad los conocimientos que aprendimos. Nuestra educación, en la mayoría de los casos, provoca un estado pasivo, donde no tomamos un tiempo real de prueba para reconocer lo que provoca de manera específica un saber en mí. Y no necesariamente porque ese saber sea bueno o malo, sino que sólo por el hecho de reconocer que no hay dos personas iguales es que es preciso cuestionar ese conocimiento, como camino de ir hacia mí mismx. Me encuentro con muchos dogmas en las personas a la hora de dar seminarios; realizan cuestiones como bascular la pelvis, bajar-apretar los hombros, comprimir costillas, enderezar columna llevando mentón al pecho, entre otros tantos gestos que no tienen relación con su necesidad física ni con la actividad que realizan en ese momento. Cuando les pregunto por qué están en esa tarea, para saber qué están pensando y trabajando, muchas veces sólo me dicen que es porque así les dijeron, porque hay que hacerlo. Es muy intenso descubrir la sumisión de nuestra mirada a la información presentada como verdad. Actitudes como éstas me han llevado a cuestionar profundamente el modo en que aprendemos, la cultura que tiñe nuestras pedagogías y entender que lo determinante no son los conocimientos, ya que siempre estaremos evolucionando, sino la capacidad de participar realmente en nuestro proceso de construcción como individuos y como colectivo.

Necesitamos revisar y cuestionar las estrategias que operan en nosotrxs y crean la realidad actual. No existe juicio en el mundo vivo, “funciona bien-mal” es una apreciación subjetiva que varía según la perspectiva. Es muy probable que las pautas éticas y estéticas de nuestra cultura (presentes en la actividad que realizamos) no nos alcancen para expresar nuestro potencial: nuestra posibilidad de estar plenxs en el presente según nuestros propios parámetros y en vínculo con el entorno en el que vivimos. Por ello, necesitamos preguntarnos acerca de las lógicas que participan en la creación de nuestro presente: con qué criterios/referentes me muevo, trabajo mi cuerpo, concibo la materia, la danza, las relaciones, lo vivo.

¿De qué se trata participar del suceso vivo que somos?

Lo vivo es actividad. La estructura material que conforma a un ser vivo es un continuo estar haciendo. Y es eso que hace lo que determina la organización en la materia que vemos como forma. Lo que observamos como borde en una célula, por ejemplo, su límite, eso que le otorga su identidad diferenciada, es total actividad: una marea de elementos fosfolipídicos intercambiando lugares y permitiendo con esta movilidad, que las proteínas y otras sustancias la atraviesen. Eso que nos define como humanxs es pura actividad: sólo existimos porque inhalamos sustancias y energías que no producimos, porque nos alimentamos del entorno, porque la gravedad nos conecta a Gaia, y también gracias a las actividades y los conocimientos de nuestra comunidad. Asimismo, la atmósfera se nutre de las sustancias que exhalan nuestras células y el entorno se modifica con cada una de nuestras acciones. Nuestro ser es un estar participando en la construcción de la realidad interna y del entorno, una interacción cooperativa y dinámica que permite la existencia. Revisar nuestros modos de hacer es observar cómo estamos participando del suceso vivo que somos. Es indagar en lo que damos como definido: en el ser, en lo que percibimos como identidad individual y colectiva. Y es justamente cuestionar la fijeza de esa identidad para, por fin, dedicarnos a contemplar el proceso que la crea. Hasta hace muy poco creíamos en la determinación de nuestro ser; la dinámica mecanicista nos dijo que estamos destinadxs a ser algo definido desde antes de nacer: que estamos total e irreversiblemente condicionadxs por nuestros genes. Hoy en día esa mirada ha cambiado y sabemos que las funciones celulares son generadas principalmente por la interacción de la célula con el entorno, y no por su código genético. No hay duda de que los patrones de ADN almacenados en el núcleo son moléculas importantes que se han ido acumulando a lo largo de tres mil millones de años de evolución. Pero por importantes que sean, no “controlan” las operaciones celulares. Como es lógico, los genes no pueden programar con antelación una célula o un organismo vivo, ya que la supervivencia de la célula depende de su capacidad para adaptarse de forma dinámica a un entorno que cambia continuamente.1 Aun así, nos seguimos pensando como una construcción fija y determinada por el pasado, no sólo a nivel genético, sino también por el modo sumiso de aprender que nos inculcaron en mayor o menor medida. Tal vez eso haya ocurrido por quitarle valor a la experiencia singular y creer que los conocimientos determinan la verdad de una situación; por definir la realidad desde el saber que tenemos acerca de la vida, en vez de cuestionar el saber desde la experiencia viva. Olvidamos que cada situación es flujo, que cada suceso es impermanente y que cada ser es diferente. Olvidamos que nuestro estar es una marea de actividad en sí misma que modifica nuestro entorno-interno con cada respiración, pensamiento, emoción, acción.Me asombra siempre el poco valor que le damos a nuestro hacer, como si no alcanzáramos a percibir que con cada gesto estamos creando un mundo (una realidad determinada y no otra). Creo que algo de esto es la gloria de la 3D, donde el futuro viene después del presente y para estar aquí tenemos que dejar de estar allí; para tomar algo tenemos que soltar lo otro. En esta precariedad de existencia que parece negar nuestra naturaleza cuántica de simultaneidad, necesitamos aprender aún más acerca de nuestras elecciones. Se vuelve ineludible reflexionar sobre cómo participamos del suceso vivo que hoy somos. En un universo manifiesto en tiempo y espacio, no un universo ideal o potencial, ser ocurre a través del hacer, provocando un estado de construcción constante de la realidad. Todo ser vivo resulta así un patrón

1Bruce H. Lipton, La biología de la creencia.Barcelona, Gaia Ediciones, 0ctubre 2010

dinámico en constante intercambio con los medios internos y externos: un ir siendo que crea y se crea en el proceso. Algo como un estar-participante que afecta y es afectado sólo por estar vivo. De este modo, hacer no es sólo un medio utilitario para lograr cosas, sino el modo en que lo vivo es. Cómo hago es cómo soy.

La cualidad de reorganización interna (ir siendo) en función de lograr un vínculo armonioso con las fuerzas de su entorno es una capacidad de los sistemas biológicos, que les permite producir adaptaciones en sus estructuras de comportamiento o incluso a nivel material. Este suceso de reconstrucción interna amplía la posibilidad de existencia ante los cambios del entorno propios del mundo vivo. En la enfermedad, el acceso para actuar en vínculo con las variables del entorno está bloqueado; es decir que se inhibe la capacidad de autorregulación que permite adaptarse a un nuevo presente (a un nuevo entorno, relación, actividad). En cada lesión o enfermedad se manifiesta alguna imposibilidad: de conectar, cerrar, abrir, recibir, dar, soltar, sostener, permanecer, fluir, que se expresa según cada síntoma. La enfermedad es un estado de bloqueo al potencial latente en el ser humano, donde radica su capacidad de participar en plenitud del movimiento vivo, siempre cambiante. Contemplar los bloqueos que provoca la enfermedad me llevó a preguntarme por las fuerzas implícitas en ese modo de organización para observar cuáles inhiben la expresión del potencial humano y cuáles lo propician. Encontré una gran luz en revisar nuestros modos de hacer, ya que nuestra participación es inherente a estar vivos: ser es hacer.

Nuestro cuerpo se conforma por la constancia de fuerzas ancestrales que dan nuestra constitución humana adaptada a vivir en este planeta, así como también nos marcan hábitos culturales y familiares que otorgan rasgos más singulares. Así, el cuerpo es esa confluencia entre la herencia universal, familiar y personal que se pone en tensión con el medio presente y nuestros modos de hacer. Nuestro hacer es la participación en presente, donde se reúnen la memoria y la posibilidad de apertura: abrir la grieta del ahora hacia un misterio. Pero nuestros modos de hacer, la mayoría de las veces, sólo reproducen los hábitos pasados o se mueven etéreos en ideas y deseos sin cuerpo. En nuestro cuerpo aún están vigentes hábitos ancestrales que preservan la vida, como respirar, el bombeo del corazón, la división celular, entre tantos más que siguen actuando segundo a segundo en cada sistema vivo desde que ocurrieron y funcionaron en nuestro planeta, hasta el día de hoy. Pero también actúan en nosotrxs otros hábitos, aquellos que reproducen lo que nos ha ocurrido como humanidad y se transmiten a través de la cultura. Estos patrones también plasman tejido material en nuestras vidas. Justo allí me llevó la práctica: a descubrir una gran brecha entre las fuerzas que preservan la vida, vigentes en la naturaleza, en relación con nuestros modos de hacer, adquiridos por hábitos culturales. A esta observación dedico casi todo el libro Naturaleza de la fuerza en el cuerpo y la danza, en el que destaco las fuerzas de lo vivo y cómo podríamos hacer para entrar en esa misma sintonía a través de nuestra participación consciente. A lo largo de los años, al trabajar con muchas personas encontré que los modos de hacer desconectados de las fuerzas que preservan y a su vez transforman la vida eran los que estaban inhibiendo la expresión del potencial humano porque provocaban imposibilidades y enfermedades. Mi trabajo de acompañamiento hacia la salud sólo se basó en observar dónde cada unx de ellxs iba “en contra de sí mismx”, en el sentido de ir en contra de las fuerzas de lo vivo. A partir de allí, la tarea fue volver a conectar la participación humana (nuestros modos de hacer) a las fuerzas vitales que nos conforman. Este proceso me condujo a preguntarme cómo estamos participando de la realidad, a revisar nuestro hacer y ponerlo en tensión con las fuerzas de la herencia (con todo aquello que hoy somos y plasma nuestra realidad actual). Pero, en especial, me llevó a cuestionar los modos de hacer del sistema cultural que reproduce pautas que alejan al ser humano de la vida: de su participación activa en la trama del presente. 

Estar en la vida implica un modo activo de la voluntad: una lesión o la necesidad técnica de despliegue de la posibilidad actual son una pregunta por los modos de hacer, por el tono de la voluntad para participar del suceso de estar vivos y en particular con este cuerpo. No una vida etérea o aislada de la singularidad que nos conforma, sino una posibilidad que es tejido, que da cuenta del tiempo y su modo es la impermanencia. Un tejido que tiene marcas, pero que, a su vez, cambia con cada cambio interno o del entorno. La magnitud de la experiencia humana teje cada hebra del cuerpo, un entramado en el que confluyen tiempos, hábitos, sentires, pensamientos y sueños. Bailar es comprometerse con estas fuerzas.

Entre Caminar y Caer

Cuando dejamos de evitar lo que nos incomoda y permitimos que ello tenga lugar en nuestra vida, comienza a activarse un proceso de reorganización profunda en todo nuestro ser. Para cambiar algo, antes es necesario vivenciar las fuerzas que operan en la estructura actual e incluirlas en el mapeo personal, como parte del misterio que conforma nuestros hábitos y patrones de movilidad. Si, por ejemplo, al aprender a caminar evitamos caer, no solo se anula la posibilidad de caer de una manera funcional, sino que también se restringe la actividad del caminar en sí misma, porque nos bloqueamos muscularmente para evitar la caída. Es decir que si para hacer algo evitamos el acto de aprender a hacerlo, estaremos pretendiendo el logro de la actividad sin realizar un proceso. Cuando se aprende a caminar mediante un proceso, la caída resulta tan inevitable como necesaria para comprender físicamente la gravedad, la forma de nuestro cuerpo, la movilidad de sus partes, el tono necesario para realizar la acción, el equilibrio-desequilibrio dinámico que implica el movimiento de un ser vivo. Pero especialmente se comprende que el aprendizaje (el cambio de patrones o el pasaje de un estadio de experiencia a otro) no puede acontecer desde el control voluntario únicamente, sino en la franja de actividad que ocurre entre lo que se quiere hacer y lo que pasa cuando ello no sucede: entre caminar y caer. A esa franja me refiero cuando hablo de proceso y la llamo “fase sin nombre”; es ahí donde la persona desarrolla los ajustes necesarios para comprender de qué se trata caminar y cómo hacerlo.

Entre lo que se busca y lo que ocurre, nuestro ser se amplía ya que puede acceder a la experiencia de conocimiento que excede la idea preconcebida. Este conocimiento sólo surge como proceso inconsciente o en el descontrol porque se ubica entre las dos posiciones definidas: el motor de esa búsqueda (el deseo de caminar) y la acción lograda o el objetivo del proceso (caminar). El rango de alcance de la conciencia es lo conocido y aprender implica ir a lo desconocido. Pero no se puede ir a lo desconocido definiendo de antemano cómo será la acción que se desea realizar. Sólo dando lugar a los procesos inconscientes es que podemos cambiar y aprender. Éstos ocurren al permitir que ocurra el “error”, la “falla” —el descontrol— en lo que se hace; permitiéndonos caer como estrategia de todo proceso. 

Las exploraciones del mapa del cuerpo tratan de permitirnos estar en esas regiones de caída, en esas actividades que evitamos cada vez o que sólo queremos cambiar, como si, de algún modo, no fuesen parte nuestra. Esta práctica trata de la entrega total a lo que hay —y no sólo a lo que creo que hay o quiero que haya— para librarnos del control y darle lugar a lo que no sabemos de nosotrxs mismxs. Ésto desencadena procesos que permiten incluir, modificar o potenciar lo que ocurre, según la necesidad interna y lo que el entorno ofrece.

Para hacer viable el proceso es necesario corrernos de las lógicas de producción-consumo. Dejar de asociar el aprendizaje con la formación (de empleadxs, profesionales, trabajadorxs) en un camino que impulsa a adquirir cada vez más fórmulas y títulos, que a su vez prometen una mejor posición al reafirmar el ser/saber/hacer. Considero que aprender trata más bien de percibir lo inabarcable de cualquier ley, concepto, saber y adentrarse en cada instancia como una fase efímera del proceso de estar vivos. El abismo de la experiencia que percibimos en la fase sin nombre es el momento más vital del aprendizaje, donde nos hallamos en la pura potencialidad, en la actividad previa a la definición. Con esto, estoy proponiendo que la vitalidad máxima de un proceso de aprendizaje se halla por fuera del sistema sociocultural actual, en una apertura o desvío de la potencia humana.

La práctica de mapa del cuerpo propone una experiencia de permanencia como estrategia de amplificación y desborde. Así, antes de provocar un cambio, preguntarnos qué hay aquí, qué nos conmueve, qué es vital. Un proceso de aprendizaje necesita reflexionar sobre nuestros conceptos acerca de lo que hacemos y somos, más que en lugar de sólo adquirir conocimiento o buscar el cambio. En nuestro implícito construir realidad con cada acto, un ejercicio es una posibilidad de sostener la estructura de pensamiento vigente en lo que se hace o, también, de crear nuevas vías de actividad. Los cambios que surjan de este proceso deben emerger de la pregunta inédita que implica la singularidad de cada ser humanx. Sólo entonces, en la expansión de la experiencia derramada, dedicarnos a bucear en las otras posibilidades.

Esta práctica nace en la necesidad de revisar los objetivos vigentes en las actividades que hacemos y de preguntarme acerca del motor de un cambio. Observé que, muchas veces, las personas estaban buscando cambios en sus cuerpos o movilidades basados en referentes externos, sin preguntarse en qué les aportaba esa innovación. Por ello, sentí la necesidad de amplificar la construcción actual, demorar cualquier variación y así otorgar el tiempo para experimentar qué nos interesa y qué no. De esa permanencia emerge sin buscarlo, la capacidad de cuestionar nuestros gustos, intereses, estéticas y construcciones. No doy por sentado que sabemos demasiado acerca de esto; por un lado, el condicionamiento heredado nos marca desde que nacemos y, por otro, es algo que se sigue construyendo mientras andamos. Por ello, considero necesario explorar nuestro hacer como una práctica en sí misma, una posibilidad de no definirnos, de andar en las preguntas y así dar lugar a que las personas encuentren referentes propios en sus procesos. Nuestra diferencia inevitablemente tensiona lo establecido, no para negarlo pero sí para encontrar lo que de allí se excede: la experiencia única que cada ser puede entregar a lo común. Una experiencia que mira, piensa, se mueve, goza, atiende, de un modo único. Tal vez por esto, la práctica nos recuerda que a veces lo más difícil no es adquirir conocimientos sino percibirnos tal cual somos y más allá de las definiciones conocidas. Quizás la complejidad radique en que nuestra propia subjetividad marca cómo vemos; experimentamos la vida desde esta realidad irrepetible que hoy somos, donde las singularidades que conforman nuestros tejidos determinan nuestra percepción de base o “cero”. La tensión de la mordida se vuelve tan natural que, en general, no percibimos esta actividad, sólo su síntoma con dolores en las cervicales o en la cabeza. El ejercicio mapa del cuerpo pretende amplificar el proceso que ocurre entre lo que hacemos y su repercusión. Entre caminar y caer. Y, desde el abismo de la región sin nombre, elegir el paso a seguir.