Entrenar no es un acto ingenuo, es la oportunidad de revisar el modo en el que nos construimos con cada acto. Elegir sostener la pauta actual, vigente en las acciones del pasado que surgen como hábitos, o crear nuevos. La dificultad radica en que lo que siempre hacemos es lo menos evidente para cada unx. No somos observadores objetivos de la experiencia, lo que vivimos deja una huella sensible que crea una estructura material, emocional y mental. Luego de un tiempo de realizar un gesto se nos volverá invisible, porque generará el tejido muscular y de percepción que habremos asociado a nuestra identidad. El gesto de inhalar más que exhalar, de mover más un sector de la columna que otro, de bloquear la articulación fémur-cadera cuando nos ponemos nerviosxs, así como cada gesto singular, se vuelve una construcción de identidad. Llega un momento en que desaparece nuestra capacidad de sentir los gestos que más hacemos. De este modo, los conocimientos culturales, las normas sociales, los saberes de las actividades que realizamos y nuestras reacciones emocionales a todo ello quedan impresas en nuestro hacer de un modo inconsciente. Creo que necesitamos observar nuestros modos de hacer para descubrir el gesto que crea la realidad que vivimos. Dejar de pensarnos como una definición y comenzar a sentirnos como un proceso.
¿Qué proceso estamos construyendo con nuestro hacer?
¿Qué nos mueve?
¿Qué hacemos cuando hacemos?
Otro motivo que invisibiliza nuestro hacer es dar como verdad los conocimientos que aprendimos. Nuestra educación, en la mayoría de los casos, provoca un estado pasivo, donde no tomamos un tiempo real de prueba para reconocer lo que provoca de manera específica un saber en mí. Y no necesariamente porque ese saber sea bueno o malo, sino que sólo por el hecho de reconocer que no hay dos personas iguales es que es preciso cuestionar ese conocimiento, como camino de ir hacia mí mismx. Me encuentro con muchos dogmas en las personas a la hora de dar seminarios; realizan cuestiones como bascular la pelvis, bajar-apretar los hombros, comprimir costillas, enderezar columna llevando mentón al pecho, entre otros tantos gestos que no tienen relación con su necesidad física ni con la actividad que realizan en ese momento. Cuando les pregunto por qué están en esa tarea, para saber qué están pensando y trabajando, muchas veces sólo me dicen que es porque así les dijeron, porque hay que hacerlo. Es muy intenso descubrir la sumisión de nuestra mirada a la información presentada como verdad. Actitudes como éstas me han llevado a cuestionar profundamente el modo en que aprendemos, la cultura que tiñe nuestras pedagogías y entender que lo determinante no son los conocimientos, ya que siempre estaremos evolucionando, sino la capacidad de participar realmente en nuestro proceso de construcción como individuos y como colectivo.
Necesitamos revisar y cuestionar las estrategias que operan en nosotrxs y crean la realidad actual. No existe juicio en el mundo vivo, “funciona bien-mal” es una apreciación subjetiva que varía según la perspectiva. Es muy probable que las pautas éticas y estéticas de nuestra cultura (presentes en la actividad que realizamos) no nos alcancen para expresar nuestro potencial: nuestra posibilidad de estar plenxs en el presente según nuestros propios parámetros y en vínculo con el entorno en el que vivimos. Por ello, necesitamos preguntarnos acerca de las lógicas que participan en la creación de nuestro presente: con qué criterios/referentes me muevo, trabajo mi cuerpo, concibo la materia, la danza, las relaciones, lo vivo.
¿De qué se trata participar del suceso vivo que somos?
Lo vivo es actividad. La estructura material que conforma a un ser vivo es un continuo estar haciendo. Y es eso que hace lo que determina la organización en la materia que vemos como forma. Lo que observamos como borde en una célula, por ejemplo, su límite, eso que le otorga su identidad diferenciada, es total actividad: una marea de elementos fosfolipídicos intercambiando lugares y permitiendo con esta movilidad, que las proteínas y otras sustancias la atraviesen. Eso que nos define como humanxs es pura actividad: sólo existimos porque inhalamos sustancias y energías que no producimos, porque nos alimentamos del entorno, porque la gravedad nos conecta a Gaia, y también gracias a las actividades y los conocimientos de nuestra comunidad. Asimismo, la atmósfera se nutre de las sustancias que exhalan nuestras células y el entorno se modifica con cada una de nuestras acciones. Nuestro ser es un estar participando en la construcción de la realidad interna y del entorno, una interacción cooperativa y dinámica que permite la existencia. Revisar nuestros modos de hacer es observar cómo estamos participando del suceso vivo que somos. Es indagar en lo que damos como definido: en el ser, en lo que percibimos como identidad individual y colectiva. Y es justamente cuestionar la fijeza de esa identidad para, por fin, dedicarnos a contemplar el proceso que la crea. Hasta hace muy poco creíamos en la determinación de nuestro ser; la dinámica mecanicista nos dijo que estamos destinadxs a ser algo definido desde antes de nacer: que estamos total e irreversiblemente condicionadxs por nuestros genes. Hoy en día esa mirada ha cambiado y sabemos que las funciones celulares son generadas principalmente por la interacción de la célula con el entorno, y no por su código genético. No hay duda de que los patrones de ADN almacenados en el núcleo son moléculas importantes que se han ido acumulando a lo largo de tres mil millones de años de evolución. Pero por importantes que sean, no “controlan” las operaciones celulares. Como es lógico, los genes no pueden programar con antelación una célula o un organismo vivo, ya que la supervivencia de la célula depende de su capacidad para adaptarse de forma dinámica a un entorno que cambia continuamente.1 Aun así, nos seguimos pensando como una construcción fija y determinada por el pasado, no sólo a nivel genético, sino también por el modo sumiso de aprender que nos inculcaron en mayor o menor medida. Tal vez eso haya ocurrido por quitarle valor a la experiencia singular y creer que los conocimientos determinan la verdad de una situación; por definir la realidad desde el saber que tenemos acerca de la vida, en vez de cuestionar el saber desde la experiencia viva. Olvidamos que cada situación es flujo, que cada suceso es impermanente y que cada ser es diferente. Olvidamos que nuestro estar es una marea de actividad en sí misma que modifica nuestro entorno-interno con cada respiración, pensamiento, emoción, acción.Me asombra siempre el poco valor que le damos a nuestro hacer, como si no alcanzáramos a percibir que con cada gesto estamos creando un mundo (una realidad determinada y no otra). Creo que algo de esto es la gloria de la 3D, donde el futuro viene después del presente y para estar aquí tenemos que dejar de estar allí; para tomar algo tenemos que soltar lo otro. En esta precariedad de existencia que parece negar nuestra naturaleza cuántica de simultaneidad, necesitamos aprender aún más acerca de nuestras elecciones. Se vuelve ineludible reflexionar sobre cómo participamos del suceso vivo que hoy somos. En un universo manifiesto en tiempo y espacio, no un universo ideal o potencial, ser ocurre a través del hacer, provocando un estado de construcción constante de la realidad. Todo ser vivo resulta así un patrón
1Bruce H. Lipton, La biología de la creencia.Barcelona, Gaia Ediciones, 0ctubre 2010
dinámico en constante intercambio con los medios internos y externos: un ir siendo que crea y se crea en el proceso. Algo como un estar-participante que afecta y es afectado sólo por estar vivo. De este modo, hacer no es sólo un medio utilitario para lograr cosas, sino el modo en que lo vivo es. Cómo hago es cómo soy.
La cualidad de reorganización interna (ir siendo) en función de lograr un vínculo armonioso con las fuerzas de su entorno es una capacidad de los sistemas biológicos, que les permite producir adaptaciones en sus estructuras de comportamiento o incluso a nivel material. Este suceso de reconstrucción interna amplía la posibilidad de existencia ante los cambios del entorno propios del mundo vivo. En la enfermedad, el acceso para actuar en vínculo con las variables del entorno está bloqueado; es decir que se inhibe la capacidad de autorregulación que permite adaptarse a un nuevo presente (a un nuevo entorno, relación, actividad). En cada lesión o enfermedad se manifiesta alguna imposibilidad: de conectar, cerrar, abrir, recibir, dar, soltar, sostener, permanecer, fluir, que se expresa según cada síntoma. La enfermedad es un estado de bloqueo al potencial latente en el ser humano, donde radica su capacidad de participar en plenitud del movimiento vivo, siempre cambiante. Contemplar los bloqueos que provoca la enfermedad me llevó a preguntarme por las fuerzas implícitas en ese modo de organización para observar cuáles inhiben la expresión del potencial humano y cuáles lo propician. Encontré una gran luz en revisar nuestros modos de hacer, ya que nuestra participación es inherente a estar vivos: ser es hacer.
Nuestro cuerpo se conforma por la constancia de fuerzas ancestrales que dan nuestra constitución humana adaptada a vivir en este planeta, así como también nos marcan hábitos culturales y familiares que otorgan rasgos más singulares. Así, el cuerpo es esa confluencia entre la herencia universal, familiar y personal que se pone en tensión con el medio presente y nuestros modos de hacer. Nuestro hacer es la participación en presente, donde se reúnen la memoria y la posibilidad de apertura: abrir la grieta del ahora hacia un misterio. Pero nuestros modos de hacer, la mayoría de las veces, sólo reproducen los hábitos pasados o se mueven etéreos en ideas y deseos sin cuerpo. En nuestro cuerpo aún están vigentes hábitos ancestrales que preservan la vida, como respirar, el bombeo del corazón, la división celular, entre tantos más que siguen actuando segundo a segundo en cada sistema vivo desde que ocurrieron y funcionaron en nuestro planeta, hasta el día de hoy. Pero también actúan en nosotrxs otros hábitos, aquellos que reproducen lo que nos ha ocurrido como humanidad y se transmiten a través de la cultura. Estos patrones también plasman tejido material en nuestras vidas. Justo allí me llevó la práctica: a descubrir una gran brecha entre las fuerzas que preservan la vida, vigentes en la naturaleza, en relación con nuestros modos de hacer, adquiridos por hábitos culturales. A esta observación dedico casi todo el libro Naturaleza de la fuerza en el cuerpo y la danza, en el que destaco las fuerzas de lo vivo y cómo podríamos hacer para entrar en esa misma sintonía a través de nuestra participación consciente. A lo largo de los años, al trabajar con muchas personas encontré que los modos de hacer desconectados de las fuerzas que preservan y a su vez transforman la vida eran los que estaban inhibiendo la expresión del potencial humano porque provocaban imposibilidades y enfermedades. Mi trabajo de acompañamiento hacia la salud sólo se basó en observar dónde cada unx de ellxs iba “en contra de sí mismx”, en el sentido de ir en contra de las fuerzas de lo vivo. A partir de allí, la tarea fue volver a conectar la participación humana (nuestros modos de hacer) a las fuerzas vitales que nos conforman. Este proceso me condujo a preguntarme cómo estamos participando de la realidad, a revisar nuestro hacer y ponerlo en tensión con las fuerzas de la herencia (con todo aquello que hoy somos y plasma nuestra realidad actual). Pero, en especial, me llevó a cuestionar los modos de hacer del sistema cultural que reproduce pautas que alejan al ser humano de la vida: de su participación activa en la trama del presente.
Estar en la vida implica un modo activo de la voluntad: una lesión o la necesidad técnica de despliegue de la posibilidad actual son una pregunta por los modos de hacer, por el tono de la voluntad para participar del suceso de estar vivos y en particular con este cuerpo. No una vida etérea o aislada de la singularidad que nos conforma, sino una posibilidad que es tejido, que da cuenta del tiempo y su modo es la impermanencia. Un tejido que tiene marcas, pero que, a su vez, cambia con cada cambio interno o del entorno. La magnitud de la experiencia humana teje cada hebra del cuerpo, un entramado en el que confluyen tiempos, hábitos, sentires, pensamientos y sueños. Bailar es comprometerse con estas fuerzas.